Coleccionar mechones de pelo
Una de las posesiones más preciadas del poeta romántico Leigh Hunt (1784-1859) era un álbum en el que coleccionaba mechones de pelo de famosos. El más importante —cuya autenticidad es bastante dudosa— es uno de John Milton, muerto en 1674. Para probar que cada uno de esos pelos pertenecía a quien decía, Hunt (y todas las personas que en la época hacían algo similar) anotaba la historia del mechón, desde que se había recogido hasta que había llegado a él, una especie de pedigrí basado en la fe. Con el paso del tiempo, algunos de los mechones de personas ilustres que Hunt fue añadiendo a su álbum tenían un significado doble. El de John Keats, por ejemplo: era un poeta importantísimo, pero también, sobre todo, amigo de Hunt, alguien que había pasado las páginas de ese álbum y quizá bromeado sobre si lo de Milton era de fiar o no. Keats murió jovencísimo, con 25 años (en 1821). Es fácil creer que su mechón, un bucle castaño, sí es suyo.
Pedir y guardar mechones de pelo de personas queridas estaba a la orden del día en el siglo XIX (y antes). En un mundo en el que la muerte estaba tan presente, el pelo, tan resistente, servía como una especie de reliquia y recuerdo, una forma de tener a la persona (un trocito de ella, al menos) siempre con nosotras. Era también una prueba de amor: mándame un rizo y lo guardaré en un colgante o en el reloj para tenerte siempre presente y cerca. La costumbre fue perdiendo fuerza con la llegada de la fotografía, aunque no dudo que incluso ahora, en pleno siglo XXI, habrá adolescentes de intensidad romántica que hayan pedido o intercambiado algún mechoncito. También sé de madres que guardan un mechón de la primera vez que cortaron el pelo a sus bebés.
La otra forma clásica y diría que aún muy presente de encontrar una conexión directa con otro cuerpo cuando está lejos o cuando ya no existe son las muestras de escritura. Esto lo sabe bien cualquiera que haya pedido alguna vez un autógrafo. ¿Por qué se hace? En mi caso, ha sido siempre como prueba de que un encuentro ocurrió. Es decir, que me envíen algo firmado por algún ídolo nunca me ha atraído demasiado: yo quiero estar ahí, quiero decirle a Stuart que mi nombre lleva solo una ene, quiero ser la próxima persona que toque ese papel. Sin embargo, si se trata de alguien del pasado, las cosas cambian. Tocar una carta escrita por Virginia Woolf me haría una ilusión extraña, igual que cuando descubrí a los 20 años que Julio Cortázar había estado en A Ramallosa, recorrí ese puente tan cotidiano con una emoción nueva y rara.
Cortázar en el puente por el que mi madre paseaba a mi hermana bebé cuando lloraba mucho (yo era mejor dormidora).
Tocar lo que alguien ha tocado, recorrer lo que alguien ha recorrido (y tropezar, a lo mejor, en la misma piedra), tener ese mechoncito que peinaba y lavaba, ver en un papel una marca de una taza de café, unas huellas de gato, un tachón, cómo la letra se apelotona al llegar al final de la hoja. Me cuesta explicar la importancia absurda de todo esto, pero diría que es como encontrar un hilito invisible que nos une a otra persona. Una prueba de que existió y una forma mágica de viajar a un momento concreto de su vida, algo que la vuelve a convertir en alguien real (como cuando de adolescente, durante unos pocos minutos, de pronto entendí que John Lennon había sido una persona real a la que habían tiroteado y casi me sentí en el taxi con Yoko y con él ensangrentado y me mareé un poco; aquí no tuve que tocar nada, solo pensar mucho).
No sé si deberíamos volver a intercambiar mechones de pelo (por otra parte: ¿por qué no?, haced lo que queráis), pero quizá sí dejar de lado tanto minimalismo y tanta querencia por lo nuevo, brillante, digitalizado e impersonal. Claro que quiero leer ese libro subrayado por otra persona —alguien a quien quizá no conozco— y, por supuesto, una postal (ya no digo una carta) será siempre mejor que un mensaje de WhatsApp. Si nos preocupa el papel, podemos reutilizarlo como si fuésemos jóvenes decimonónicas, escribiendo cartas en periódicos, aprovechando todos los huecos libres de la hoja (sumando a nuestra misiva el extra de tener que descifrarla). O podemos regalar mechones de pelo. Si no tenemos problemas de alopecia, ¿qué hay más sostenible y renovable que eso?
Debemos también pensar en las biógrafas e historiadoras del futuro. Que, además de restos digitales perdidos por servidores antiguos, puedan encontrar cartas secretas y álbumes extraños en trasteros, áticos y tiendas de antigüedades.
Para acabar, mi cita preferida de Posesión, de A. S. Byatt, que resume muy bien de qué va el libro:
“—Es que leyendo las cartas publicadas de una escritora, leyendo su biografía, queda siempre una sensación de que falta algo, algo en lo que los biógrafos no entran, lo auténtico, lo vital, lo que realmente tenía importancia para la propia poeta. Siempre hay cartas que se destruyen. Y suelen ser las importantes. ”