Para qué sirve escribir un diario
La semana pasada conté que cuando estuve en Bergen en julio de 2008 había hecho muy mal tiempo, pero que no me había importado. Esa tarde, en casa de mis padres, encontré mi diario de aquel viaje y descubrí que lo que había contado —en un post llamado ni más ni menos Cómo fijar el recuerdo de un lugar— era todo mentira. Es decir, no todo. Bergen me gustó mucho, pero el frío y la lluvia sí estropearon la experiencia.
No es que mencione que hace mal tiempo, no, la desesperación está muy clara en varios momentos. Me lamento por el tiempo invernal, hablo de refugiarme desesperada en algún museo, de pasar una mañana de tienda de suvenires en tienda de suvenires para huir de las inclemencias climáticas, cuento que una mañana hacía tan mal tiempo que «me daban ganas de llorar», que estuve 15 minutos bajo una marquesina de una parada de autobús esperando a ver si escampaba y planteándome ir al museo que estaba al lado y no al que había planeado, para el que tenía que hacer algo tan salvaje como cruzar la calle…
¿Adónde quiero llegar con todo esto? A dos cosas, creo. Por un lado, a lo guay de una memoria que elimina los recuerdos negativos y se queda con lo bueno (siempre pongo como ejemplo que uno de mis recuerdos de cuando estuve en Venecia de adolescente es una plaza de San Marcos desierta, algo que no solo sé que es imposible, sino que mi familia me ha confirmado que no fue así). Por otro, a lo importante de ese registro escrito íntimo: el diario. Y no solo el de viajes, sino en general en la vida.
Mi diario es de todo menos diario y siempre ha sido así. Suelo acudir a él cuando de pronto siento que hay algo que quiero registrar o cuando quiero poner mis pensamientos en orden. A veces solo para contar que estoy contenta; cuando estoy triste, para animarme, porque tengo el don de ser capaz de ponerme de buen humor a base de escribir mis miserias y cerrar el cuaderno riéndome un poco. A veces escribo porque siento que es un regalo para mi yo del futuro, porque muchas veces acudo a cuadernos del pasado para ver cómo me iba la vida hace x años (y me frustra bastante encontrar un vacío). En alguna ocasión intenté escribir todos los días (cuando estaba haciendo lo del camino del artista, que es un libro horriblemente escrito pero con un par de ideas buenas) y siempre salía algo, aunque no prosperó.
Después está el tema de la posteridad. El solo pensamiento de que alguien vaya a leer mis diarios me hace querer quemarlos, pero pienso en toda la información que historiadoras y biógrafas sacan de ellos y entiendo que es importante que exista algo no tan volátil como todo lo que dejamos escrito en internet (no para mi biografía, de verdad, más para quien quiera escribir algo sobre esta época en 2487, que tendrá mil fuentes, pero aquí una más por si acaso). Y pienso en historias como la de este diario rojo encontrado por una periodista del New York Times, Lily Koppel, y todo a lo que dio pie. (El texto está en inglés, pero Nuria Pérez habla de él en un episodio de la segunda temporada de El gabinete de curiosidades).
Pienso también, claro, en los diarios de Virginia Woolf, ahora que estoy leyendo su biografía, en esa información de primera mano en la que yo encontré su trauma con todo lo relacionado con la moda y alguien destacaba en Twitter el otro día lo de que la trama principal es si debería o no despedir al servicio.
¿Por qué deberíamos las que no somos Virginia Woolf ni Tolstoy (Twitter saca mucho de sus diarios) también escribir nuestros diarios? Vuelvo a lo que ya dije. Para entendernos, para recordarnos, para relativizar (nada más divertido que releer pequeños dramas de nuestra vida cotidiana de hace unos años), porque es entretenido. Que no pasa nada por no hacerlo (no todo el mundo funciona así), pero si lo hacías de adolescente quizá intentarlo de nuevo no esté de más.