Los buenos hábitos que llegan sin planearlos
A veces caigo en la trampa de los hábitos. En toda esa literatura en forma de publicaciones en Instagram, artículos en medios y libros en librerías con esa palabra clave: hábitos. Cómo crearlos, cómo mantenerlos, cómo cambiar tu vida solo empezando a hacer algo tan sencillo como la cama todas las mañanas o levantarte a las 5 como toda esa gente de éxito.
Todo ese volumen de publicaciones existe porque, ay, los humanos siempre estamos algo insatisfechos con nuestras vidas y además creemos que solo nos pasa a nosotros. Entonces llega la secta de los hábitos y nos hace creer que todo es nuestra culpa. Que si no tenemos rutinas de las buenas —de las de ponerse cremas caras todas las noches, no de las de sentirse un poco que tu vida es el día de la marmota— es porque no queremos. Todo lo malo que nos pasa, por lo tanto, es por esa falta de fuerza de voluntad. Somos los únicos culpables. Toma, compra este libro, seguro que empiezas a cumplir todos tus propósitos de Año Nuevo.
Pero, como decía, yo también caigo en esa trampa. Leer sobre estas cosas es como droga para mí. Por eso sé lo que quizá estéis pensando algunas: «pero es que detrás de todo esto hay ciencia, Ana». Y la hay, claro que la hay. Lo que me molesta no es que haya buenos y malos hábitos, que todos los tenemos y conocemos, o que se puedan crear y abandonar si se siguen unas normas. Lo que me molesta es que haya una industria queriendo vivir de nuestra insatisfacción. Pero ya sé que entonces me molestan el 95 % de las industrias.
El otro día, leyendo otro de esos artículos sobre la ciencia de los hábitos (ya os dije que son mi droga), me puse a pensar al revés. No en todos los hábitos que he intentado iniciar a lo largo de mi vida, sino en las cosas que sí he cambiado en los últimos años y en cómo lo he hecho.
En el inocente año 2015, me propuse vivir sin despertador. Lo conseguí sin mucha dificultad porque no tengo horarios y dormir hasta las 10 nunca fue algo que me fuese a pasar. Sin embargo, unos meses después, volví a la alarma porque en realidad prefiero levantarme antes de las 8 porque por la mañana soy muy lenta y me gusta serlo.
Lo que sí me quedó de aquel experimento fue un efecto secundario. Para levantarme sin despertador y sin riesgo de dormir de más, tenía que acostarme más temprano. Y eso, meterme en la cama a las 11 y no las 12, para mí que no me cuesta dormir y que lo hago tan bien, fue un cambio tan fácil y satisfactorio que diría que a los tres días era ya un hábito. De las cosas que dice la ciencia de los hábitos, creo que lo que me funcionó fue que 1) era fácil y 2) era satisfactorio. Solo tuve que empezar a cenar antes (8:30-9) y darme cuenta antes de que estaba en un bucle infinito en algún lugar de internet.
La otra cosa es más reciente. A finales de enero, decidí empezar a «ir a trabajar»: todas las mañanas, antes de empezar a trabajar, salgo de casa y doy la vuelta a la manzana (a tres manzanas, en realidad). Suelo hacer alguna foto y compartirla en stories en Instagram, y creo que esta es la clave: sé que hay gente (mis padres) que espera ver esa imagen de mi micropaseo matutino. Si una mañana me da pereza salir, pienso en mi público y lo hago. Esto, lo de haber compartido mi intención y haberme comprometido de forma algo pública a hacerlo, también lo avala la ciencia.
Además, también es satisfactorio: el aire de la mañana y mover un poco el cuerpo todos sabemos que sienta bien. Y es concreto. No es «dar un paseo todos los días», es «salir de casa después de desayunar y dar esa vuelta y hacer alguna foto». Fue también un poco sin darme cuenta, como un experimento, como un juego sin ningún objetivo ambicioso en mente.
Cuento todo esto no solo para unirme a toda esa avalancha de información sobre hábitos que tanto odio, sino para recordarme que casi siempre ya sé hacer eso que intentan venderme que aprenda a hacer. Si hay hábitos que no han calado no es mi culpa, sino de ellos: no serían tan buenos si no los adopté casi sin darme cuenta.